Imagen del Comic-Con ‘Archer’.

1. FICCIÓN

En uno de los fragmentos más divertidos de la segunda parte de Los detectives salvajes (1998) de Roberto Bolaño (1953-2003), Lisandro Morales, un sufrido editor mexicano caído en desgracia por publicar una revista literaria y “la antología definitiva de la joven poesía latinoamericana” que ha armado el poeta real visceralista Arturo Belano, dice tener “fundadas sospechas de que un asesino a sueldo (o tal vez dos)” están siguiendo sus pasos.

Lo curioso es que, antes de aceptar la publicación, Morales es muy consciente de que “la poesía no vende” y está convencido de que los poetas son “como chulos de putas desesperados”. La persona que lo convence, su mano derecha en la editorial, no es un poeta sino un narrador ecuatoriano al que el editor llama solo por su apellido. El “cabrón de Vargas Pardo” es, precisamente, quien le promete contar en la revista con las colaboraciones estelares “de Julio Cortázar, de García Márquez, de Carlos Fuentes, de Vargas Llosa” aunque los únicos a los que termina publicando son a “un novelista argentino exiliado en México amigo de Vargas Pardo […], a un compatriota olvidado de Vargas Pardo”, a los amigos poetas de Vargas Pardo y al propio Vargas Pardo.

Quebrado, insomne, alcohólico, acosado por deudas y acreedores, abandonado hasta por el mismo Vargas Pardo —quien se va a trabajar a otra editorial— y mirando siempre “hacia todos lados no sea que aparezca sorpresivamente un cobrador”, Lisandro Morales lamenta no haber confiado en su instinto (“poesía, demasiada poesía”) y afirma saber ahora algo que antes solo presentía: “a todos los editores nos sigue un asesino a sueldo. Un asesino ilustrado o un asesino analfabeto, a sueldo de los intereses más oscuros, que a veces son, santa paradoja, nuestros propios y vacuos y necios intereses”.

La imagen de un editor sumido en la bancarrota, engañado por escritores y perseguido por sicarios (reales o imaginados) como consecuencia de una apuesta involuntaria por la poesía, es una imagen de delicioso humor paródico altamente representativa de la narrativa de Bolaño, en la cual se suele abordar el tema de las miserias y las grandezas de la vida intelectual. En sus novelas, cuentos y algunos de sus poemas, la trama de la vida literaria se desarrolla en un espacio de confrontación permanente entre hombres de letras que, sin mayor dificultad y en nombre de su arte, transmutando en asesinos y delincuentes con un espléndido gusto estético, se entregan al mal.

2. NO FICCIÓN

Setiembre del 2008. Esto es Lima, mi ciudad, y yo vivo lejos. Un grupo enfurecido de escritores y poetas peruanos y extranjeros manda una carta de denuncia a distintos medios y blogs en la cual se acusa de “timador de vuelo internacional” y de estafador que desfalca a escritores amparado por sus “oscuros vínculos con el poder”, a un editor que lo niega todo y que, en su descargo, llama a la denuncia una “estrategia mediática” y, muy orondo, se atreve a lanzar un desafío: si quieren denunciarlo por “estafa”, perfecto, “ahí está el Poder Judicial”.

En adelante, cuando ya no hay costra que contenga el pus, aparecen más denuncias y mails ‘confidenciales’ ya no solo contra el presunto mal editor (“¡este tipejo me estafó con 1300 dólares!” señala un poeta enfurecido) sino en contra de periodistas y críticos literarios y bloggers que se acusan mutuamente de hacer trueques de reseñas positivas, de ser los administradores clandestinos de blogs anónimos especializados en el vilipendio y la difamación, de suplantar identidades, de usar múltiples heterónimos para sembrar el odio entre aquellos que se aman, de ser desleales y calumniadores y falsos y arteros y canallas y ratas.

Todo esto es divertido y decadente, pienso. Si los gobernantes del Perú no hubieran sido tan indigentes para apoyar a la cultura y, al menos, existiera una (sí, !UNA!) beca nacional de creación o un Premio Nacional de Literatura, como ocurre en Argentina, México o Chile, apuesto el brazo izquierdo a que se retarían a duelo con lanzas y machetes o se desmembrarían a hachazo limpio o se apalearían con garrote-de-púas antes de enterrar vivo al perdedor.

Recuerdo, también, haber pensado en aquel momento con alguna suspicacia en esa escena de Los detectives salvajes en la cual un editor mexicano, tan noble como pusilánime, lo pierde todo por ‘culpa’ de la poesía y termina perseguido por sombras y asesinos a sueldo.

¿Podría la realidad ser más cruda y poderosa que la ficción?

¿Entre tanta amenaza e inofensivo ladrido cibernético sería capaz de superarla?

Mi respuesta automática fue no.

Cierto es que he escrito toda una novela sobre escritores asesinando —literalmente— a un crítico literario, pero, incluso ahora, me cuesta aceptar la posibilidad real de un nuevo José Santos Chocano en el horizonte brumoso de la divertida y peligrosa literatura peruana.

Pero, entonces, reaparece una anécdota de nota roja que he escuchado más de una vez. Uno de los protagonistas —chistes y peditos del destino— podría ser el editor aprista acusado de cabecero pero ¡en el papel de víctima! El otro, un escritor estafado al que le han destrozado el sueño del estrellato narrativo made in Lima. El climax no existe. El anti-climax aparece con una pistola que no se dispara. La historia, que bien podría ser apócrifa, encubierta bajo el formato de un relato corto con trazas de chisme, ha sido contada por alguien que dice ser el escritor Juan José Sandoval, de esta forma:

“Según el parte policial de una comisaría de Breña, hace algunos meses atrás hubo un escritor que, embargado de locura y hartazgo, luego de sentirse estafado por su editor, optó por amenazarlo poniéndole una pistola en la cabeza. El motivo: le había depositado no sólo su confianza al obeso poeta, descubridor de falsos talentos literarios y asesino de ilusiones artísticas, sino también unos cuantos cientos de soles esperanzado en las palabras del farsante, que le ofreció el paraíso de las letras peruanas con presentación de libro incluido y firma de autógrafos en colegios de la ciudad.”

Leo de nuevo el párrafo: “El paraíso de las letras peruanas” y me río, y luego pienso en Bolaño y en la risa de su personaje, el editor Lisandro Morales, y recuerdo y suscribo entonces, como proféticas, sus últimas palabras: “A veces, cuando bebo más de la cuenta, me da por mentarle la madre, a él y a los literatos que me han olvidado y a los asesinos a sueldo que me acechan en la oscuridad y hasta a los linotipistas perdidos en la gloria y en el anonimato, pero después me calmo y me da por reírme. La vida hay que vivirla, en eso consiste todo, simplemente. Me lo dijo un teporocho que me encontré al otro día al salir del bar La Mala Senda. La literatura no vale nada.”